Pocas cosas hay en el mundo más satisfactorias que compartir tu conocimiento con aquellos dispuestos a aprovecharlo, a alimentarse de él… Y no existe mayor ejemplo que el suyo.

El ávido lector consume, como siempre hace, los escritos que le he entregado. Nada lo detiene una vez comienza. Hace del papel, de la tinta y del contenido partes de sí mismo y después, tal como nosotros hacemos con él, lo divulga sin miramientos.

Éramos diez los elegidos por su gracia para alimentarlo y para llevarlo con nosotros a aquellos lugares que cierran sus puertas a su presencia, fruto de la intolerancia, el miedo y la ignorancia de la civilización. Siempre diez…

Pero tuvimos que cambiar las normas el día en que el nuevo llegó a nosotros. Estaba claro que él tenía que ser uno de los nuestros, pues era capaz de alzarse entre las blancas partículas de conocimiento que nuestro maestro deja tras de sí y que, al parecer, siempre le habían acompañado.

Él también valoraba el conocimiento y sabía qué hacer con él, aunque, hasta que nosotros se lo contamos, desconocía el motivo de su conducta. Las personas de su entorno lo llamaban loco y por eso lo habían encerrado. Pero supo liberarse y después dio con nuestro hogar.

El número once llegó a nosotros. Es uno de los nuestros… por mucho que ahora insista en tener dudas sobre su misión.

Nuestro maestro casi ha terminado con los libros de hoy. Puedo ver, aún, fragmentos que todavía no han sido consumidos por sus lenguas, cada vez más débiles. No lo va a lograr solo… pero para eso estamos nosotros.

Para aportar todo el combustible que necesite y permitirle así gozar de la sabiduría de nuestra especie. Al menos, de toda la que está a su alcance.

Pocas cosas hay en el mundo más frustrantes que un libro mojado.