Es su rostro se dibujó una sonrisa con gran dificultad, semejaba un acto fuera de su naturaleza. Intentaba ser amable y trasmitir una falsa calma ante aquella situación, en la que cualquiera se hubiera desquiciado.
Alto, bien peinado y perfectamente vestido. Emanaba el recuerdo de una mejor época. Su ropa de lujosa tela desgastada, descolorida por el paso del tiempo y los lavados así lo hacia saber. Era solo un ejemplo más de decadencia. Caminaba apurado, seguro de sus pasos, amparándose en la escasa iluminación de aquel mal barrio.
-Lo más cruel de tener diecisiete años es la obligación de vivir en un limbo entre la adultez y la niñez. Caminas con una venda en los ojos que se ciñe a tu cabeza y aprieta tus ideas impuestas por aquellos que dicen protegerte…, aunque…, en ocasiones, ¡ojalá volviéramos a ver el mundo con la inocencia con la que tú lo ves, Raquel! Todo sería entonces precioso y reluciente.
Pronunció su nombre y el silencio invadió la calle. Ni el viento ni los perros se escuchaban ya. Todo olía a perfume dulzón de inocencia y primavera en pleno mes de noviembre.
Se pararon frente a un muro, sin mediar palabra. Enseñó su pequeño tatuaje de líneas gruesas y toscas. Se apagaron las pocas farolas de la calle y ante ellos surgió un mundo nuevo teñido de naranja y rojo.
– Cúbrete la cabeza Raquel. Sigamos.