Ella había decidido que ese era el momento idóneo para marcharse de allí y proseguir su camino sola. Tal y como siempre lo había hecho desde que tenía apenas once años y su tío, ¡su gran y admirado tío!, le había enseñado casi todo lo que sabía de la vida hasta entonces; pero aún así, optó por quedarse y confiar en él.

Resultaba extraño, pero a la vez muy excitante, que los dos se identificasen con aquel misterioso número. El once era el punto de partida en el que ambos habían comenzado su maltrecha maduración. Ella con sus primeros aprendizajes a cargo de su tío y él con un tatuaje que marcaba para siempre el inicio de su nueva etapa y que no era más que una prueba de su rebeldía.  

¡Qué estaba pasando! De repente, todo aquel aroma de albaricoques y frambuesas se había difuminado rápidamente en el ambiente. Ahora solo se percibía en toda la calle un fuerte y desagradable olor a quemado. 

La noche estaba a punto de terminar y las estrechas calles de la ciudad se dejaban acariciar lentamente por infinitas sombras de siluetas artificiales. Los dos, sin darse apenas cuenta, aceleraron su paso. Ya no se sentían seguros allí y lo único que querían era llegar lo más pronto posible a otro lugar. No les importaba a dónde, solo querían escapar de aquella penumbra que estaba a punto de atraparlos.

Raquel se asustó. Por primera vez en su vida sintió miedo; pero la presencia de él le ayudo a superarlo.

Con sus manos fuertemente agarradas comenzaron a correr. Con tal mala fortuna que Raquel tropezó y cayó, haciéndose daño en una pierna.

– ¿Puedes caminar ?

– Creo que no -dijo ella.

– No te preocupes, te llevaré en mis brazos.

Él la cogió y siguió corriendo apresuradamente hacia el fondo de la calle.