Caminaron en la noche ventosa, cálida y fresca a la vez, por la acera plateada. Se percibía un debilísimo aroma a albaricoques y a frambuesas; miró a su alrededor y cayó en la cuenta de que era imposible que pudiera percibirse ese olor en aquella época tan avanzada del año.
La muchacha seguía andando a su lado, con el rostro que resplandecía como la nieve bajo la luz de la luna, y sabía que estaba reflexionando sobre las preguntas que él le había hecho, buscando las mejores respuestas.
-Bueno -dijo ella por fin-, tengo diecisiete años y estoy loca. Mi tío dice que ambas cosas van siempre juntas. Cuando la gente te pregunte la edad, me dice, contesta siempre: «Diecisiete años y loca». ¿Verdad que es muy agradable pasear a estas horas? Me gusta ver y oler las cosas, y a veces permanecer levantada toda la noche, caminando, y contemplar la salida del sol.
Volvieron a avanzar en silencio y finalmente ella dijo en tono pensativo:
-¿Sabe?, no me causa usted ningún temor.
Él se sorprendió.
-¿Por qué habría de causártelo?